A veces nos sentamos a la mesa
frugal de nuestros muertos
a compartir con ellos otros tiempos mejores,
a reírnos con nuestras alegrías
o a lavar las tristezas
con el agua de la resignación.
Después, en el banquete de los vivos,
devoramos los símbolos equívocos
de la felicidad
como si nuestra vida fuera eterna,
como si los fantasmas del pasado
se hubieran diluido entre la nieve
de tanta navidad,
como si el año nuevo
tuviera que borrar nuestras miserias
y hacernos otro hombre, otra mujer
limpios de polvo y paja,
a salvo de la vida, libres de nuestras deudas
y de nuestros deudores,
esperando que lleguen las rebajas,
porque nunca creímos en los reyes.