jueves, 19 de septiembre de 2013

YO ROBÉ LA MALETA DE HANS MAGNUS







Yo robé la maleta de Hans Magnus.
Lo confieso: no pude resistirme.
Convertido en mi yo peor pagado
sobrevinieron todas mis carencias
y mis debilidades.
Prescindí del orgullo, la moral
y cualesquiera otras convicciones.
No resultó difícil. Una vez
reconocidos bulto y propietario
en aquel aeropuerto,
fue cuestión de esperar. A quien acecha
al fin le asiste la oportunidad.
Pero que nadie piense que estoy loco
o que soy un vulgar robamaletas.
Hasta las actitudes más infames
tienen explicación, aunque por ello
no dejen de ser injustificables.
Después del Hundimiento del Titánic
supe que mi papel como poeta
iba a ser el de un triste secundario.
La rabia consumía mi existencia
y al mismo tiempo era el leit motiv,
de mi vagar penoso por el mundo.
Me convertí en la sombra de Enzensberger,
aterricé con él en cualquier parte
donde él aterrizara,
fijo entre el auditorio
de innumerables universidades,
clubes, asociaciones y otros foros.
Las facturas de viajes, hostales y pensiones
mermaron mi maltrecha economía.
Me echaron del trabajo,
me aborreció mi esposa
y me dieron de lado los amigos.
Mi familia auguraba los peores presagios
respecto a mi salud mental y física.
Pero valió la pena (eso creí
en el momento de mayor delirio):
Allí estaba, por fin, aquel tesoro
con su piel de azabache
y su interior tan rojo como cereza oscura
(esto del interior no lo sabía
más que por referencias
de un tal José Agustín, amigo suyo).
Y así fue como, en tanto su ilustre propietario,
firmaba algún autógrafo
a uno de esos bibliófilos enfermos
que se saben la vida de los santos
y de los escritores de memoria,
hurté el preciado bien y, sigiloso,
me escabullí entre aquella multitud
como si la maleta fuera mía
y yo fuese Hans Magnus, el poeta.
Catorce horas después,
de regreso, por fin, en Barcelona,
me encerré en el lavabo de mi casa
(única habitación inexpugnable
al sargento mayor de mi mujer
y a los locos salvajes de mis hijos)
dispuesto para el gran descubrimiento:
tal vez un libro inédito del que me apropiaría,
el borrador genial de algún ensayo
o el poema tal vez definitivo.
Pero la suerte nunca
está del lado de los miserables,
y sólo hallé un pijama de lunares,
seis calzoncillos blancos de algodón
de aquellos de los tiempos de Viriato
(usados tres de ellos),
la misma cantidad de calcetines
entre limpios y sucios,
un neceser de flores, dos camisas
de pésima factura y peor gusto,
un pantalón de rayas (¡qué desastre!),
un libro de Horkheimer titulado
Dialéctica de la Ilustración
y una nota muy breve en alemán
“der Eisberg ist uns gegenüber unaufhaltsam
in Bewegung”,
que malamente pude traducir
con ayuda de un viejo diccionario:
“El iceberg avanza hacia nosotros
inexorablemente”.
Llegados a este punto, supondréis
que desperté, sudando y jadeante,
de aquella endemoniada pesadilla.
Ya en la cocina, mientras preparaba
café y unas tostadas, el sargento
del que antes os hablaba (mi mujer)
me gritó desde el baño ¡Joseantoniooo!
                  ¿De quién demonios es esta maleta?