MIS RESEÑAS DE OTROS POETAS





SOMBRAS DE LA HUELLA

Santiago López Navia
Abadia Editors, Maçaners, 2006

Caravansari, nº 2, segundo semestre de 2007






   Me parece oportuno recurrir a algunos conceptos filosóficos muy próximos a nuestra concepción de la existencia cotidiana, para abordar una lectura de Sombras de la huella, segundo poemario publicado por Santiago López Navia. Esos conceptos son los de cambio o movimiento, y otros dos que le son subsidiarios: tiempo y devenir. Para ello me parece adecuado y útil recurrir a la doctrina aristotélica, dado que Aristóteles fue el primero en fijar explícitamente esos conceptos, refutando de algún modo la doctrina de la Escuela de Elea (Parménides y sus discípulos) que rechazaba la posibilidad del movimiento, dado que éste implicaba la aceptación del no-ser. Para Aristóteles, el cambio no implica el paso del no-ser al ser, sino que representa “el paso del ser en potencia al ser en acto”.

   En cuanto al tiempo, admitida la posibilidad del movimiento, quedaría definido como una afección de éste, aquella que incide más directamente sobre el ser humano. Así, Aristóteles nos dice que “el tiempo es el número del movimiento según el antes y el después”. ¿Qué hemos conseguido con esto? ¿Adónde hemos venido a parar? Pues, sencillamente, a la idea del tiempo como algo mesurable, susceptible de ser medido, computado, y que adopta una forma lineal, y, asimismo, con esa idea del tiempo nos sobreviene el concepto de devenir, ese discurrir de la existencia a través del tiempo, el cambio que conduce a la plenitud del ser, esto es, la vía que recorren los entes para actualizarse, para ser plenamente lo que son, para realizar su esencia. El devenir, por tanto, conserva siempre en Aristóteles un sentido positivo, alejando la posibilidad de la nada (descartando el nihilismo, una doctrina nada útil cuando pretendemos interpretar la existencia en términos teleológicos o acogernos a algún tipo de esperanza respecto al futuro).

   Pues bien, leyendo los poemas que conforman Sombras de la huella, nos encontramos ante un “yo” poético inmerso de pleno en ese devenir, en ese discurrir a través del tiempo, en el cambio, en el movimiento, y lo está de tal manera que es y existe siempre en referencia al antes y al después. Esa inmersión en el devenir hace que el “yo” poético se aleje paulatinamente del antes, del pasado, un pasado remoto que contiene los momentos de belleza y felicidad perdidos en algún punto del camino y se halle situado en el ahora (un ahora dinámico y extenso, un ahora en movimiento) caracterizado por la pérdida y la nostalgia de lo perdido, por el dolor, la tristeza, la melancolía, así como por la ansiedad de lo no alcanzado, aunque conservando un atisbo de esperanza, una esperanza puesta en el después, en el futuro, que atesora la consecución de los deseos, sueños y anhelos del “yo”, sostenidos en la intuición de la trascendencia, en la creencia en un Dios que es causa y motor de su existencia.

   Así, la situación del “yo” poético en Sombras de la huella es la de hallarse permanentemente en lo que podríamos llamar “la franja no resuelta de la existencia”, sometido a una provisionalidad dolorosa, que se prolonga en el tiempo haciendo del ahora un segmento extensísimo que va ejerciendo una fuerza opresiva muy poderosa sobre él. Creo que podemos situar en el texto estas afirmaciones con bastante claridad. El ermitaño Antero Freire (uno de los heterónimos de López Navia) se dirige a Dios pidiendo perdón por la tristeza que vierte en sus poemas, por sus dudas y su vacío interior que –conviene aclararlo- no proviene de sí mismo, sino del mundo exterior, de ...la tierra / helada en el camino de los hombres, para acto seguido rogarle que le confunda, que acabe con su existencia: hiéreme con el rayo de los sueños (...) si alguna vez me hundí en el pecado de ignorar / mi causa y el torrente de mi vida. El  ”yo” poético, encarnado en Antero Freire, se siente desposeído de todo, pero conserva aquellos dones que Dios ha puesto en manos incluso de aquellos que lo han perdido todo: y aunque nada me quede, de Dios tengo / la tempestad callada de sus voces.

   Posteriormente entrará en escena un viejo conocido de López Navia: Jacobo Sadness, quien se lamenta de los reveses sufridos tanto en el medio académico como en el literario, de la forma en que medran los mediocres y los pelotas, en detrimento de quien trabaja duro y en la sombra, pero que, de nuevo, alberga esperanzas, sustentadas en la creencia en Dios y en la luz que Éste proyecta (cargado de esperanza pese a todo, / creyendo que la luz ha de llegarme / (...) aunque la sed de luz me ahogue ahora). Jacobo Sadness sale de escena no sin antes conminarse a hacer una catarsis que le libere del dolor y le permita continuar el camino (escupe cada llama que te quema / desde cada raíz hasta un destello / de ángeles erguidos en tu boca).

   Habíamos dicho que el dolor y el vacío no provenían del interior del “yo” poético, sino que eran extrínsecos, procedentes del mundo de los hombres. Pues bien, entre la descripción profusa de ese dolor y ese vacío, sólo mitigado a veces por la aparición de un rayo de esperanza, el personaje de Sombras de la huella saca fuerzas para formular ideales tan profundos y necesarios como la paz universal y el amor fraterno, exhortando a los otros y a sí mismo a construir esa paz enérgicamente, reconduciendo o reconvirtiendo el dolor y la ira, sentimientos en principio negativos, hacia esos ideales armónicos (el aura de la paz ha de pintarse / con una mano enorme y liberada, / surgida desde el mar o desde el fuego / de los volcanes agrios de la ira). Esos ideales de paz y amor fraterno alcanzan, como no, a todas las criaturas, a todos los seres, y eso lo ejemplifica poéticamente López Navia dispensando  -como muy bien ha señalado Miquel-Lluís Muntané en su magnífico prólogo-  ternura y solidaridad incluso a los seres proscritos, a los monstruos, a aquellos presuntamente desviados de esos ideales elevados. De ese modo irrumpen en Sombras de la huella algunos viejos conocidos de López Navia (que ya habían tenido una voz y un espacio, con anterioridad, en Tremendo arcángel, su brillante primera entrega poética) como el Conde Drácula o el Hombre Lobo, en un bello recurso a una de las fuentes de inspiración del autor, la cultura del celuloide. Esa ternura que procura a sus queridos monstruos es la misma que dispensa a otros iconos del séptimo arte, como John Wayne o Gary Cooper, que encarnaron casi siempre personajes con un bagaje moral y un sentido de la justicia inquebrantables, pero que a menudo se encontraron “solos ante el peligro”, como lo está el “yo” poético que transita por las páginas de Sombras de la huella, y que comparten con éste otra característica común: la esperanza de alcanzar un futuro mejor, a menudo de la mano del amor que todo lo redime.

   Y llegamos, de este modo, a la parte final del libro (Ofrenda en el agua)  donde el personaje proyecta sus anhelos y esperanzas en la figura del ser amado, y donde, junto con el balance de su dolorosa existencia sumida en el devenir, emprende un diálogo con ese ser amado que se erige en la vía o el cauce para alcanzar la plenitud, la realización total de su esencia, en la certeza de que, a pesar de la separación, de la distancia (lejos los dos, pero una sola noche / inmensa) un día se anunciará la venida del ser amado, única realidad inamovible del “yo”, a la que permanece ligado (me ata a ti esta alba de promesas / que se deshacen en tu mar abierto) en la esperanza de poder crear un mundo a la medida exacta de los amantes.

   De esta suerte, y retrotrayéndonos al inicio de esta exposición, el “yo” poético en su devenir confía en que acabará cumpliendo su finalidad y desarrollando su esencia de viviente, alcanzando la plenitud y sustrayéndose para siempre del vacío y de la nada.


                                                                             J. A. Arcediano / febrero 07
                                                                                               




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EL ANSIADO REGRESO A LA LUZ
Moradas del insomne. Rafael-José Díaz
Colecc. Cuadernos del sinsonte, nº 1. La Garúa.
Santa Coloma de Gramenet. Octubre de 2005

Caravansari, nº 1, primer semestre de 2006




     Moradas del insomne (La Garúa, 2005), cuarto poemario que Rafael José Díaz ofrece al público lector, pone ante nosotros un total de cincuenta y tres piezas poéticas que nos aproximan a un personaje, el “insomne”, situado en un entorno vital regido por las dualidades vida / muerte, sueño / vigilia (insomnio), luz / oscuridad, placer / dolor, separadas por lo que Díaz llama la barrera del sueño, frontera entre ambos polos, separación ésta que hace imposible cualquier dialéctica entre los opuestos y por tanto cualquier superación mediante la asunción de la negatividad del polo opuesto. No hay roce, contacto, aproximación: se está en un extremo o en el otro.

     Por definición, el insomne está condenado a un permanente estado de vigilia, a permanecer despierto en la oscuridad, a sufrir el dolor de estar vivo viviendo la muerte en vida que supone no trascender la barrera del sueño para vivir la vida en la cual reina la luz en su pureza, en la que el dolor deja paso al placer. De ahí que el insomne centre todos sus anhelos y sus esfuerzos en regresar a la luz, en volver a la vida, en alcanzar el sueño.

     Para mostrarnos al insomne en toda su expresión Díaz lo sitúa, al inicio del libro, en el momento de su “despertar” a la muerte, mediante la experiencia directa de su cercanía, cebándose en las carnes de algunos personajes que podríamos calificar de tutelares respecto al “yo” poético. Esa cercanía lleva al insomne a vivir su propia muerte en vida y a rendir tributo en palabras, en un tono elegíaco emocionado, pero a la vez sereno y contenido, a los que como presencia inextinguible han dejado su recuerdo.

      La segunda parte nos deja un retrato de la muerte como entidad latente que crece paso a paso en nuestro interior, hasta ocupar por entero al individuo. De ello tiene plena conciencia el insomne, quien, en la oscuridad de la noche, apartado de la pureza de la luz, expulsado del reino del sueño, sólo puede evocar imágenes que le traen dolor y llanto. Pero esa evocación forzosa acaba convirtiendo la memoria en una masa informe en la que no es posible discernir imágenes ni detalles concretos. En esta segunda parte se formulan algunos conceptos básicos para entender –a mi juicio- este interesante yo poético que es el insomne. Por un lado lo que yo llamaría el concepto de “indiferencia cósmica” y por otro el de “regreso”. Ambos –creo- contribuyen a mostrarnos al insomne como una suerte de “muerto en vida” que deambula por la existencia sin recibir nada, sin poseer nada, sin alcanzar nada, nada que no sea dolor, llanto y desesperación. Lo que llamo “indiferencia cósmica” no es otra cosa que la falta de conexión, de consonancia entre el insomne y su universo, su mundo, su entorno cósmico, su hábitat. El insomne percibe y siente cómo el universo sucede, acontece, deviene ajeno y al margen de su dolor y su llanto. No hay por parte del universo ni un ápice de solidaridad, de protección, de calidez. El insomne sufre y el espectáculo del cosmos continúa, sin más. Esto produce al insomne una profunda sensación de soledad y abandono. A lo largo del libro se suceden los versos que recrean esta idea de indiferencia cósmica, que es un claro exponente del carácter contingente del individuo.

     Por otro lado, la idea del regreso es, a mi entender, otra clave importante en este poemario. Otro modo poético de hacer patente el estado de “muerte en vida” del insomne. El regreso se nos presenta como un camino inverso, un camino que se desanda y que, por lo tanto, no ofrece nada nuevo. El camino de ida ha llegado a su final, a su acabamiento, a su muerte. El regreso es un camino que se sigue después de ese acabamiento, de esa muerte, y que se hace en un estado de tiniebla, de oscuridad propias de la muerte.

     El insomne sólo desea abandonar su hábitat oscuro, y en su situación reflexiona acerca de la luz y de las luces que pueblan la noche, y traza un mundo ideal mediante la metáfora del pintor (tercera parte), un mundo que tiene la forma del círculo (la forma perfecta) pero que es utópico, pues está pintado con colores irreales.

     En adelante, la búsqueda de la luz lleva al insomne a reformular el “conócete a ti mismo” del Oráculo de Delfos, a presentar la luz como bálsamo curativo, a descubrir que la luz no está en el cuerpo del ser amado / penetrado (es sólo un espejismo) y a otras consideraciones que refuerzan la idea del insomne como muerto en vida, como ente innecesario que sufre y no puede rebelarse contra su sufrimiento, como ser que anhela atravesar el sueño y contener las lágrimas.

     En el aspecto formal, llama la atención la vocación de simetría que preside este poemario, dividido en cinco partes compuestas respectivamente de 3, 23, 1, 23 y 3 poemas, en los que abundan los buenos endecasílabos, heptasílabos y alejandrinos. Cabe destacar el poema en prosa que conforma la tercera parte, dividido en trece fragmentos, así como la propia simetría interna de gran parte de los poemas. Tal vez los amantes del cálculo y la cábala encuentren en las artes combinatorias un aliciente añadido a la lectura de este magnífico libro, en el que la poesía, no obstante, se vale por sí misma.        



                                                                          J. A. Arcediano / enero 06




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EL PENOSO OFICIO DE VIVIR LA LEJANÍA
Ignacio Arrabal. La superficie del aire
Libros del Malandar. Sanlúcar de Barrameda. 2005.
Prólogo de Jorge de Arco

Caravansari, nº 1, primer semestre de 2006



           


            La distancia, entendida como un hecho no deseado, nos sitúa en el margen de la vida, nos despide hacia la cuneta de la estrecha carretera que transitábamos, creyendo que teníamos un destino.

            La[s] ausencia[s] pesa[n] entonces en nosotros como una losa, el mundo se vuelve absurdo, desconcertante, desconocido. Sólo la evocación, el recuerdo, nos mantienen en contacto con una realidad abiertamente hostil. Pero el recuerdo puede convertirse en arma de doble filo, en el principal obstáculo para recuperar la armonía y el equilibrio necesarios para reemprender el camino y salir de la posición estática en la que la pérdida nos ha dejado.

            Ignacio Arrabal (Sanlúcar de Barrameda, 1973) nos sitúa en ese desolado contexto a través de La superficie del aire (Libros del Malandar, 2005), segunda entrega poética de este autor que se declara admirador de Caballero Bonald, García Montero, Benjamín Prado, Jorge de Arco, así como Felipe Benítez Reyes, a quien señala como el poeta que mayor influencia ha ejercido sobre sus versos.

            La superficie del aire nos presenta el vacío como origen, como estado inicial en ese segmento de la circunstancia propia de aquel para el que los días del amor y la felicidad han quedado atrás. De la mano del vacío llegan la soledad y el frío (...el cielo / va cubriendo a cada cual / con una estela de frío) que se van apoderando del entorno, creando el clima al que se ve sometido el “yo” poético.

            Desde esa situación, el personaje va trazando una línea cronológica en la que rememora, primeramente, los días de la niñez y el rubor infantil ante la presencia femenina. Las atmósferas de la infancia y la adolescencia son recreadas de modo que sitúan al lector en el punto inicial de la pérdida de la inocencia, del salto mortal hacia las múltiples formas del amor, inmediatamente anteriores a la introducción del personaje en el universo de la[s] ausencia[s]. El vacío de la ausencia -en un tratamiento filosófico correcto- sólo genera vacío, trazando una especie de círculo vicioso, más aún, una especie de espiral interminable, de la que el “yo” es incapaz de escapar, limitándose a aquello que está a su corto alcance, volcar el vacío del presente sobre la inmensa y árida superficie de la propia ausencia, convirtiendo al ser amado/perdido en una imagen vaga, que se proyecta levemente, difuminado en la distancia y acaba convertido en rumor, más que en una voz que habla desde el pasado. No queda exento de la tentación del reproche (Esas palabras que tú moldeas / intentando que me sienta culpable) el personaje retratado por Arrabal, como tampoco lo está de la duda sobre el propio deseo de regresar al amor perdido (Caminando observo las miradas / que soslayadamente / me acusan de buscarte, / aunque ignoren / que no estoy seguro / de querer encontrarte).

            Otra de las características del personaje de La superficie del aire es su vocación de observador, de espectador, de intérprete de atmósferas en las que el “yo” se multiplica, se diversifica, multiplicando y diversificando, a su vez, la sensación de abandono y acabamiento (y nosotros, todos los que conviven en mí, / estamos en tus manos / y sentimos que cuando el aire se agota / es el alma lo que muere). La luz y el color transportan sensaciones que el personaje atrapa al vuelo y desmenuza en busca de certezas, pero que sólo le procuran incertidumbre, esa clase de incertidumbre que precede a la intuición de que no se hallará lo que se busca, como en una partida en la que las cartas –y por tanto la suerte- están echadas, aunque no conozcamos todavía su dibujo.

            A pesar de la aparente inmovilidad, la vida es flujo, movimiento, y la muerte la mayor de las certezas. Arrabal nos muestra que el solitario, el abandonado, sabe mejor que nadie de la enorme fragilidad de la existencia y de la evidente proximidad de la muerte.

            Todo lo antedicho, puesto –a mi juicio- en escena en las dos primeras partes del libro (El color de las piedras y En circunstancias normales), nos conduce hasta El juego de vivir, tercer y último apartado de la obra, en el que se introduce al lector en una sucesión de imágenes nebulosas que continúan evocando una realidad –pretérita- mal entendida, mal interpretada y mal asimilada por el personaje, componiendo lo que podríamos llamar el retablo de la confusión. El amor se nos presenta como un hecho incomprensible e imposible de interpretar (al menos racionalmente). Surge entonces el vértigo, como una constante invariable: la manifestación psicosomática de un “yo” desubicado. El personaje proclama su situación de destierro (vivo en la noche / ese tiempo desfigurado) y su resituación en un territorio patológico, un territorio desde el que es incapaz de reemprender la vida después de la pérdida del amor, dando detalles de clarividencia acerca del entorno y respecto a lo definitivo de la distancia con la amada, de la desconfianza respecto del amor (que podrá, tal vez, nacer de nuevo, pero desembocará irremediablemente en el fracaso, la distancia y la soledad). De ese modo, el “yo” queda atrapado en la memoria, que le impide poder hacer frente a su soledad y a su circunstancia presente, una paradoja que le sitúa solo, pero sin su soledad.

            Desde ese punto entramos en un espacio de “alucinación”, surgido del deseo que, pese a todo, no se ha perdido. En ese marco de alucinación, la memoria se ve también afectada, hasta el punto de que el amante cree haber creado un mundo a su propia medida y a la de su amada, cuando en realidad sólo ha acertado a componer un espejismo (...no dudes que fui yo / quien inventó la historia, / que tú llamabas realidad).

            La certeza a la que un servidor –humildemente- alcanza, tras la lectura de La superficie del aire, es la de que, perdido el amor, el absurdo reina en el mundo como un dios árido, mezquino y definitivo.



                                                                      J. A. Arcediano / agosto 05 





Ignacio Arrabal (Sanlúcar de Barrameda, 1973) es autor de relatos cortos y cuentos con los que ha sido premiado en varios certámenes literarios. Ha publicado poemas en la revista El Olivo y en 2003 vio la luz su poemario La palabra tiempo.


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CON LA MUERTE EN LOS TALONES

Luis Felipe Comendador

De la luna libros, Mérida, 2004

Caravansari, nº 1, primer semestre de 2006








            Luis Felipe Comendador (Béjar, 1957) aborda una vez más, en su última entrega poética, Con la muerte en los talones (De la luna libros, Mérida, 2004) el tema de la muerte, confiriéndole importantes dosis de extrañeza y accidentalidad, en tanto no está al alcance del individuo mantener el más mínimo control sobre ella. Nos hallamos, a mi juicio, ante un poemario en el que no debe buscarse una impresión general –no porque carezca de la suficiente unidad y coherencia– sino aceptar las dosis de verdad que nos sobrevienen paso a paso, poema a poema, a lo largo de su lectura. Así, vamos hallando en el camino la exposición de toda una serie de sensaciones e impresiones absoluta y radicalmente humanas, personales, privadas, pero susceptibles de universalizarse, por la incidencia abrumadora en el resto de los individuos.

            La ansiedad ante la potencialidad de la existencia, ante lo posible y ante el hecho de que lo posible nos sea inabarcable. El miedo (a la muerte, a la vida) que produce hallarse en la soledad más absoluta, en la carencia de referentes y en la constatación de que no hay salida, de que las cosas, los hechos, las personas empiezan y se acaban, algo consustancial a la existencia y, por tanto, completamente natural. Esto produce en el personaje de Comendador una reacción inmediata: la de la autoinvitación a quemar las naves, a huir del fracaso por la vía de la participación activa en los acontecimientos, aunque actuemos a ciegas, pues la lucidez –nos dice Comendador– es muerte / porque es final, ocaso. En todo un repertorio de impresiones acerca de la soledad, van apareciendo una serie de matices destacables: Una soledad al servicio del otro, de quien quiera aprovecharla, sacarle partido con fines cualesquiera. Una soledad que tiene como consecuencia el distanciamiento, la frialdad, y como origen remarcable la extrañeza respecto del entorno. Una soledad que se traduce, asimismo, en inidentidad, en incapacidad para afrontar la vida de forma original, personal, y que puede constituirse en detonante para que se desarrolle, sin ir más lejos, la propia capacidad de matar, de aniquilar la vida. Una soledad que nace, en cierta medida, de la presión ejercida por la figura divina como otro elemento de tensión sobre ese frágil hilo que es el individuo. Una soledad de la que no es posible desembarazarse ni tan siquiera en la huída, pues el individuo que huye está también abrumadoramente solo.

            Tal vez sea esa soledad tan profunda la que empuja al personaje de Comendador al descubrimiento del “otro”, descubrimiento éste que no deja de producirle miedo e incertidumbre, aunque representa una importante novedad respecto a este sujeto conformado por una sustancia porosa, a través de la cual discurren los días, uno tras otro, sin dejar el más mínimo rastro de su paso, y que va adquiriendo plena conciencia de que carece en absoluto de importancia, estando a merced del azar. Únicamente parece intuirse o apuntarse una salida a la soledad en ese descubrimiento del “otro”. En ese sentido, el otro quedaría fijado principalmente en la mujer, traída al papel de compañera y ocupando el espectro más íntimo del yo, en un ejercicio de alteridad, de empatía y de reconocimiento de ese “otro” femenino, que se erige en medio de supervivencia, en receptáculo del propio yo, aunque se intuye tal vez insuficiente ante la sed de aislamiento e individualidad del personaje: Algunas tardes meriendo algo / y siento que me llena esa mujer / que me abraza y me alimenta / cuando estoy solo.

            El otro eje del libro, la idea de la muerte, que subyace en esa enfermedad incurable que es la soledad, la alimenta y la hace crecer y desarrollarse como un cáncer del espíritu, da lugar también a una importante sucesión de impresiones plasmadas en la letra y en el verso de Con la muerte en los talones, título de por sí significativo y esclarecedor y que –dicho sea de paso– rinde tributo a los escenarios y personajes cinematográficos a los que alude también el autor en otras de sus obras. La obsesión por la muerte transluce en versos como nací para la tierra, esto es, en la seguridad de que el ser humano nace para morir, por lo que resultaría incomprensible el miedo a vivir, a volar; o la de que la vida, como huída de la muerte, es un hecho imposible, ya que la muerte se encuentra inexorablemente en todas direcciones. La dialéctica entre atracción y rechazo lleva al personaje de Comendador a situaciones paradójicas. Así, se alternan la huída y la espera del momento crucial, componentes indispensables de toda relación y enfrentamiento obsesivos. La profundización en el hecho de la muerte conduce también a una idea podríamos decir “metafísica” de la misma, abarcando en ella un aspecto más amplio que el de la mera muerte física y tomándola como un hecho previo al nacimiento de nuevas cosas, como punto de inflexión en el discurrir hacia nuevos ciclos, en la observancia de una norma ineludible, la de que para alcanzar un nuevo ciclo debe producirse la degradación y acabamiento del anterior. En el punto intermedio de la dialéctica atracción / rechazo, el retrato de una postura de serenidad ante el advenimiento del final, en el sentimental y excelente “Expreso a ninguna parte”, o la invitación a vivir intensamente y sin miedo de “Un coche rozando los precipicios”, junto con la exhortación a convivir con la idea de nuestra propia mortalidad (la amenaza es sólo posibilidad) del magnífico “Policía en la puerta”.

            Otro de los aspectos inherentes a la muerte, la herencia, no es pasado por alto por Comendador, quien conjuga desde un punto de vista existencial la expresión del legado y de las últimas voluntades de su yo poético, atendiendo formalmente a ese aspecto extensivo de la muerte, como es la expresión de lo póstumo. Finalmente, destacar la familiaridad del individuo con la muerte, expresada en pequeñas figuras muy explícitas y tremendamente certeras, tales como voy a casa como a la muerte (Documento traducido al búlgaro) o despreciar el cadáver / que te escupe el espejo (“Amordazado en el maletero de un continental”).Todo un discurso, en fin, vertebrado de principio a fin con la presunta (y ampliamente conseguida intención) de situar al individuo ante el hecho definitivo y crucial de su existencia, siempre presente y raramente bien digerido y asimilado, pero que por su importancia no deja de ser constantemente abordado de forma intuitiva y/o reflexiva, y ante el cual es fundamental detenerse y pensarlo, para rentabilizar al máximo esa ficción que designamos con el sustantivo “vida”.


                                                                                           J. A. Arcediano



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CUANDO LA MIRADA ES HORIZONTE

Goya Gutiérrez. La mirada y el viaje
Prólogo de Felipe L. Aranguren
Emboscall. Vic. Septiembre de 2004

amic@rt, enero de 2006






           



                               (...) Pero el verdadero viaje no es nunca
                     una huída ni un sometimiento, es evolución (...)

            Estas palabras de Juan Eduardo Cirlot, forman parte de la cita con la que Goya Gutiérrez nos introduce a su poemario La mirada y el viaje (Emboscall, septiembre de 2004), y su propia poesía, a lo largo de las páginas del libro, evoluciona desde una ciudad física, somática, de sensaciones, colores, aromas, sonidos...  hasta una ciudad cantada desde el alma del poeta con la firme resolución de penetrar en su estado de ánimo, en su pulso y descubrir sus trampas, sus miserias, su belleza y sus intimidades.
En la primera parte de la obra (“Impresiones”) la autora hace un recorrido descriptivo que se realiza entre la realidad y el sueño. Es la parte, al  entender de este lector, más lírica, en la que Goya Gutiérrez busca en el personaje de Lorca una especie de apoyo que le sirva de punto de partida en su particular viaje verso a verso.  Un viaje que vendría a ser una respuesta, una consecuencia natural de la propia esencia de las cosas y de las personas: El movimiento. Un viaje que constituye una manera de alimentar el espíritu, de aportarle aquello que no está, no podemos o no sabemos hallar en nuestro entorno cotidiano. Un viaje que nos lleva a Nueva York, a Venecia, a Roma, al Sahara, a Benares, a Bangkok, a Petra, a la Capadocia, Egipto, Itaca o Lisboa, y que nos trae de retorno hasta Laie, punto de partida y lugar desde el cual iniciar un viaje más largo y complicado, el de la propia reflexión.
Los versos de Gutiérrez nos representan algunas de esas ciudades como enormes mamíferos, grandes animales que adoptan la suma de los temperamentos de sus habitantes (caso de NY) o como bellas y viejas señoras disfrutando de su encantadora decadencia y a la vez de su vitalidad y su pujanza (caso de Roma). O persiguen los espacios abiertos en busca de aire para respirar, en busca del sonido del silencio o las señales de las estrellas (Sahara). O nos hablan de la necesidad de huir de nuestro entorno, o de la paradoja de que unos y otros buscamos las latitudes opuestas a la nuestra.

            En la segunda parte, “La ciudad y sus mundos”, hallamos una poesía más dura, combativa, de tono más épico, apuntando con su verso hacia la injusticia y la desigualdad. Así, en poemas como “Ciudad violentada” y “Ciudad derruida” encontramos sendas elegías que nos sitúan en las ruinas y los escombros surgidos del terror y del fanatismo, o tal vez en las carnes en ruinas de la mujer maltratada. En “Ciudad del buen amor”, un alegato contra la doble moral y contra los defensores de una ética que condena los pecados y los crímenes de los débiles, mientras cierra los ojos ante el salvajismo y la prepotencia de los fuertes. Vemos también cómo “Ciudad del grito” clama contra los horrores de la guerra y cómo “Ciudad burdel” y “Ciudad de los puentes” cargan contra la sociedad del espectáculo televisivo y de la venta de la intimidad, eso que a veces llamamos “el espectáculo de lo real”, así como contra la nefasta influencia del mercado y de las modas, que pueden llevarnos hasta comportamientos patológicos en nombre de estéticas más que dudosas. En “Ciudad del tercer mundo” Gutiérrez se lamenta del abandono al que tenemos sometidos a los habitantes de las zonas pobres del planeta. “Ciudad inmobiliaria” ironiza contra la especulación.
“Ciudad de los tranvías” y “Ciudad hospitalaria” recuperan la cara más amable del poemario y nos hablan de una ciudad armónica que forma parte del recuerdo o la ensoñación de la infancia. “Ciudad de los trenes” rememora con cierta nostalgia la infancia y la llegada a una Barcelona apacible en la que edificar una vida futura, y “Ciudad de los amantes” aporta el ingrediente fundamental para esa apuesta de futuro: el amor.
Toda esta suma de las múltiples caras del ente urbano desemboca en “No callaré los nombres”, broche final en el que la poeta nos hace partícipes de su intención de proseguir el viaje con paso firme, de seguir adquiriendo todo aquello que el viaje nos ofrece y seguir contándolo, poniéndole poesía a todo ese recorrido vital. Con los versos de Goya Gutiérrez nos aseguramos un instrumento fundamental en el equipaje del viajero: la mirada que todo lo redescubre, que todo lo reconoce, que todo lo armoniza en nombre de la belleza pero también –y sobre todo- en nombre de la verdad.

                                                          
                                                              J. A. Arcediano / enero 06




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ZONA BLANCA: TERRITORIO POÉTICO
Dels marges. Josep Mª Ripoll  
Los azulejos públicos. Francesc Reina
Papers de Versàlia, Colecc. Zona Blanca. Sabadell, 2005

amic@rt, octubre de 2005

                                                                                                          

            Hace ahora unos meses, por iniciativa del grupo Papers de Versàlia, asistimos al nacimiento de una nueva colección de libros de poesía: Zona blanca. En los tiempos que corren, con las dificultades que han de superar los editores independientes y con la escasa recepción que tienen los libros de poesía por parte del público comprador/lector, debemos calificar a este grupo de poetas y editores (Quilo Martínez, Josep Mª Ripoll, Esteban Martínez, Marcel Ayats, Josep Gerona y Francesc Reina) como mínimo de osados, a la vez que debemos agradecerles su aportación, su pequeño-enorme grano de arena, como impagable contribución mediante la cual unos cuantos poetas verán recompensados sus esfuerzos para dar a la luz pública su obra.

            Esta Zona blanca deviene, por tanto, territorio poético por donde esperamos transitarán propuestas líricas diversas y plurales, con el sello de calidad al que nos tienen acostumbrados la gente de Papers de Versàlia a través de las plaquettes que hace ya años editan y en las cuales se alterna la presencia de autores ya consagrados con otros no tan conocidos o incluso inéditos. De momento, con las dos primeras entregas de esta incipiente colección (Dels marges, de Josep Mª Ripoll y Los azulejos públicos, de Francesc Reina, ambos miembros del grupo) hemos podido comprobar que han colocado el listón muy alto, imponiéndose un nivel literario incuestionable, por lo que se desprende de la lectura de ambas obras. Se trata de dos libros y dos poéticas claramente diferenciadas. Me gustaría, ahora, decir algunas cosas sobre estos dos poemarios.



            Dels marges, de Josep Mª Ripoll, nos introduce en el territorio del deseo y la concupiscencia y nos habla de la fugacidad del tiempo (a la vez que nos muestra como, al menos aparentemente, no pasa nada y todo permanece inmóvil) desde una visión clarividente de su transcurso, sin ningún rastro de frustración o fracaso, sin dramatismo, sino como constatación de su valor, del valor de la existencia. El “método” de Ripoll se basa en el autodiálogo y en el diálogo con el “otro” como forma constante de exploración en el terreno de los sentimientos, haciendo una novedosa llamada a cruzar la línea que delimita la nada, pero de la mano del ser querido, en un acto de amor, deseo y placer que vacía el mundo y mantiene lleno únicamente el universo íntimo de los amantes (en contraposición a otras poéticas marcadamente individualistas, pesimistas y/o nihilistas). A través de los versos de Ripoll podemos llegar a la constatación de la ínfima importancia del individuo –partiendo de la observación de su entorno- y nuevamente en contraposición a otras poéticas egocentristas y/o antropocéntricas que nos quieren convencer de la importancia del individuo explorando (presuntamente) desde su interior.

            Creo que debemos también a Ripoll y su Dels marges la invención, a su manera, de una forma de acción pasiva, si se me permite la expresión: la poesía como acción de quien escucha y mira, de quien observa y se empeña en reconocer todo aquello que se extiende a su alrededor. Esto, unido a la reivindicación de la duda, del cambio de opinión e incluso de ideas como forma plausible de desarrollarse constituye, a mi entender, una parte importante de la aportación del autor en este interesante poemario. Un buen ejercicio de agnosis respecto del optimismo social que a menudo se nos quiere transmitir y de la educación y las costumbres con las que frecuentemente se nos quiere reducir a meras ovejitas del rebaño.

            Todo esto –y otras cosas que el lector descubrirá por sí mismo- en un envoltorio formal deudor de la métrica clásica, con el uso frecuente del verso octosílabo, o del endecasílabo (en soneto, sextina o verso blanco), la utilización  del estilo epigramático en toda su fuerza y radicalidad, así como el recurso a la ironía, una de las armas preferidas por los poetas y la mejor defensa de los que sufren por una causo u otra, podemos buscarlo y hallarlo en Dels marges, una obra perpetrada con la premeditación de un poeta maduro y seguro de su camino literario.



             Los azulejos públicos, de Francesc Reina, nos sitúa, a mi entender, en una visión del tiempo como la reiteración de una reiteración. Ningún cambio, nada nuevo que intuir. El mismo hastío estación tras estación y la misma carencia de estímulos en el acontecer cotidiano. El tratamiento poético conferido al tiempo es el de un enemigo, el de una instancia ineludible que juega siempre contra el individuo, sepultándolo totalmente, acallando lentamente la voz de lo posible.

            Reina recrea un universo urbano en el que la ciudad es un ecosistema imperturbable, de mobiliario cansino, de aspecto fatigoso y gris. La ciudad de Los azulejos públicos tiende una red, una tupida tela de araña entorno a los individuos, atrapados en esa amalgama pálida que los convierte poco menos que en zombis que caminan con el paso torpe de los muertos vivientes, sin rumbo y sin destino. El hastío, la pereza, la incapacidad para ser lo que se es llevan al individuo a crear la ficción de un “yo” que sea en la apariencia lo que no alcanza a ser en la realidad, y lo sea en concordancia con lo que supuestamente espera el “otro”. Pero Reina parece decirnos que dejar pasar la existencia sin intervenir activamente sobre ella no es la solución. Hacerse “el sueco”, jugar al despiste con uno mismo no es la fórmula para escapar del vacío.

            En Los azulejos públicos se hace patente la escasa importancia de los individuos, la contingencia de su esencia, su ser para el olvido (muy próximo al ser para la muerte heideggeriano). Estamos ante un sujeto al que todo parece pasarle desapercibido, excepto el sufrimiento, el dolor y la muerte, que harán real el espejismo de la vida.

            En los versos, Reina transita por los límites de lo real y lo surreal. Del realismo más brusco y despiadado, sin concesiones, con un tratamiento poético frío y antisentimental, de unos ojos que ven claro y de una palabra sin disimulos, con vocación de mostrar sin tapujos (un realismo que difiere formalmente de la ulterior tradición de la poesía figurativa, mostrando un verso de talante más despojado, sin adornos ni florituras, sin obsesiones rítmicas ni estéticas) pasa alternativamente a la representación de una ciudad en la que todo (edificios, semáforos, surtidores de gasolina, farolas, papeleras) parece tener vida, y el cometido de oprimir más y más al ser humano.

            Con todo, para este lector, lo más importante es la lectura metapoética que puede hacerse de Los azulejos públicos. Reina parece decirnos que a través de la escritura y de la poesía podemos desdoblarnos a un plano paralelo a la realidad, extemporáneo, en el que la experiencia se transforma y conseguimos que el tiempo ...conceda treguas, amores y cuerpo..., un plano en el que se pueda variar el ritmo y la intensidad de los hechos. El verso, la poesía serían, en ese caso, el modo de atrapar algún resto de la existencia y sacarlo de esa vorágine temporal, en un intento de permanencia.            

            Enhorabuena a los autores y a Papers de Versàlia por este excelente inicio. Larga vida a Zona blanca.

                                                                                 

                                                                         J. A. Arcediano / octubre 05








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L’ART DE VIURE. L’ART DE VERSIFICAR

Miquel-Lluís Muntané. Migdia a l’obrador
Pagès Editors. Lleida. 2003.

amic@rt, març de 2005


     Potser l’única sortida al món és al fons de nosaltres mateixos. La matèria humana i la matèria còsmica es barregen, conformant la substància del temps. Així, la vida se’ns podria representar com  un riu que anem remuntant. En aquest punt, em sorgeix la pregunta: anem, doncs, contra corrent, només pel fet de viure? Fem, en tot cas, el nostre propi recorregut, a través de la infantesa, l’adolescència, la joventut...  Però, en algun punt, fem un parèntesi per a situar el personatge en la seva actualitat, en el lloc des del qual practicar una mena d’exercici d’evocació, afegint la ressenya dels seus estats d’ànim i la identificació, en un breu inventari, de les coses que considerem veritables. Això, tot just abans de reemprendre la vida com a recerca dels camins que ens portaran al cim de la nostra particular muntanya, on la llum és més clara i l’aire més pur, en una obertura esperançadora a la possibilitat de construir-nos una realitat millor i més habitable.

     A això, i d’altres coses, ens convida Miquel-Lluís Muntané (Barcelona, 1956) en el que, fins ara, és el seu darrer llibre de poemes publicat, Migdia a l’obrador (Pagès Editors, Lleida, 2003).

     Recolzat en la seva pròpia i personal manera d’entendre la poesia, avalada pels seus cinc llibres anteriors, fent us “d’una llengua segura i rica” i decantant-se per una “sintaxi clara (...) i càlida, (...) irrefutable, i en una deliberada manca d’espectacularitat lèxica”, com encertadament indica Jordi Llavina en el pròleg al llibre, Muntané ens convida a la construcció d’un espai íntim, sòbriament hedonista i perdurable, a través, fonamentalment, de l’amor: Si ho decidim, / no hi haurà més espai que el nostre gest, / ni altre camí que el que puguem fer junts, / ni més certesa que el desig, / ni més victòria que el plaer, a la vegada que identifica clarament, desestimant-lo, un estil de vida sustentat en la superficialitat dels luxes i les, potser, excessives comoditats, darrere les quals es pot intuir que espera el desencant d’una vida mancada de plenitud.

     A Migdia a l’obrador trobem la descripció del passat com una mena de miratge, que s’esvaeix quan volem precisar la seva imatge: “...Immòbil, m’he lliurat / a la visió embriagadora / d’un home i una dona feliços, exultants / (...) però m’he quedat quiet a l’espigó, / sentint com el miratge s’esvaïa; de la derrota com a fet quotidià, apreciable clarament al nostre entorn i del qual ens podem contagiar fàcilment. S’assenyala l’enorme potencialitat de l’existència i l’escassa concordança que apreciem, sovint, amb la resolució de les nostres vides.

     L’autor ens mostra els escenaris de la vida com una mena de contenidors de sensacions retingudes a la seva atmosfera (Estic cert que remembres per les nafres dels murs / i el baf de les estances / (...) talment el sospir esmorteït / d’una ànima de pedra)  que impregnen l’individu, com a ésser permeable, esponja que camina i s’equivoca i que, de vegades, l’encerta i s’apropa a la plenitud de la qual parlàvem abans, no sempre identificable amb facilitat:

     A l’abast de tothom hi són els antídots contra el desencant i la derrota. Així, l’amistat, entesa com a fet festiu i contraposat a la rutina. La trobada amb els amics i els éssers estimats es converteix en un esdeveniment especial, amb el qual, d’alguna manera, fem aturar el temps: Vine aquest vespre a casa. / Em posaré un vestit nou per rebre’t  /  i obriré una ampolla d’aquell vi que guardo /  per dies com avui. El desig de gaudir de la senzillesa dels fets i moments quotidians, s’afegeix als remeis contra el desànim, juntament amb la integració a l’espai, amb el nostre entorn més proper i amb la natura i els seus fenòmens. En una paraula, amb la vida. Això ens permet prendre consciència –tot i la dificultat- de la importància de viure el moment.

     Al mig de tot això, a l’essència humana es manté –per molt que se succeeixin les transformacions de la realitat- com a tret inamovible, la necessitat d’interrogar-se en busca de respostes i el desig de conèixer, tot i que, en definitiva, no cal buscar raons a la vida, donat que la vida és raó en sí, raó suficient, i no cal més miracle que la vida mateixa.

     És important, finalment, ressenyar la vocació metapoètica d’algunes composicions incloses a Migdia a l’obrador, destacant la persecució d’una sort de prolongació de la vida a través de la paraula escrita, del vers, entesos com a llegat de qui ha estimat la vida i ha volgut deixar testimoni mitjançant l’escriptura:



Cinc minuts perquè, d’aquí cent anys,

uns ulls desconeguts

hi reconeguin el rastre de la vida.




                                                                                J. A. Arcediano / març 05



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ESCEPTICISMO, TRANSITORIEDAD Y FEMINISMO

Todo parece indicar. Jordi Virallonga

Ediciones Hiperión. Madrid. 2003

Premio “València” de Poesía 2003.
Institució Alfons el Magnànim. Diputació de València

Turia, nº 71-72, noviembre 2004 – febrero 2005            









   Jordi Virallonga (Barcelona, 1955) presenta una nueva colección de poemas, articulados en torno a dos ejes centrales, que atraviesan el libro de principio a fin:

   Por un lado, la ineludible presencia femenina, como influencia vital, encarnada sobre todo en tres generaciones de mujeres (madre, compañera e hija), amén de la mujer como universal, como ideal cargado de connotaciones positivas y negativas y en cuya formación poco o nada ha tenido que ver el sexo femenino, si no es, acaso, como ser oprimido y/o reprimido, al que se le ha asignado un rol del que no le es fácil escapar.

   Por otra parte, la transitoriedad en la que se desenvuelve la existencia del individuo, y cómo esa transitoriedad conduce al nihilismo y éste a la relativización de toda clase de valores, lo que produce como consecuencia el clima de amoralidad en que se desarrolla una parte de la sociedad y la indolencia con que acoge tal actitud la otra parte.

    En torno a esas dos cuestiones, Virallonga expresa algunas de las razones que llevan a la voz poética de “Todo parece indicar” al descreimiento, al pesimismo y al hastío, a través de un escrupuloso orden lógico-temporal, desde una génesis que plantea la cuestión del origen en términos de duda y desconocimiento, lo que nos traslada al terreno del conocimiento por la vía de la suposición -debemos venir de muy cerca-  para desembocar en una idea tan clara y rotunda como inquietante: Que es tan nuestra la muerte / como ajena la suerte de la vida. El alcance filosófico de lo contenido en esa génesis del poema “De muy cerca”, con el caos como origen, la evolución de clave y orden no conocidos y las contraposiciones certidumbre/verdad, transitoriedad/permanencia, nos sitúan en una suerte de actitud nihilista, propia del individuo desencantado, protagonista de nuestro tiempo. Esa génesis se desplaza, en un salto acrobático, del macro-cosmos al micro-cosmos, situándonos en la infancia del personaje-poeta y en su origen particular, iniciando la andadura por el universo femenino, representado por la figura materna, evocada y desmitificada en los poemas “La última lección” y “Magia”. En adelante, el poemario nos sumerge en cuestiones tales como la confrontación de las ideas de éxito y fracaso al uso, desembocando en el conformismo ante el propio destino. La descripción de los errores a los que conduce vivir según los cánones éticos y estéticos, de los engaños sobre los que construimos la existencia y la constatación de que ante la muerte no hay engaño, del poema “Game over”, donde además, en los últimos versos, aparece la idea de autoperdón, que podría interpretarse como un modo humanista y des-teificado de autoconcederse la absolución, aunque también como una crítica final a la propia existencia, acompañada de la aceptación serena y resignada de lo inevitable.

   El autor señala con el dedo acusador de su poesía hacia el peso insostenible de los valores transmitidos, de la moral enseñada, impartida y el conflicto interior que generan dichos valores frente a los deseos del individuo. En medio de todas estas reflexiones, la soledad del hombre y la necesidad de la presencia femenina, evidenciando a un tiempo la distancia y la proximidad entre hombre y mujer, así como la práctica de una cierta empatía (aspecto en el que Virallonga demuestra una especial habilidad: soy tú el rencor, / yo eres el miedo –“Rodaje”-) fijando la voz de la mujer como la del otro ‘yo’, al mismo tiempo que ‘yo’ del otro, y añadiendo apuntes de esa especie de sensibilidad sumisa –aunque no exenta de rebeldía- que ha caracterizado a las mujeres de tantas generaciones, incluidas las supuestamente liberadas: Perdóname por vivir. / Te va la vida (“En defensa propia”).

   Antes de entrar en la segunda parte (“Volumen sin tamaño”), “Honradez de la pobreza” desenmascara otro de los ‘faroles’ de nuestra herencia cultural y moral: la exaltación como virtud de lo que en realidad es cobardía e incapacidad de rebelarse contra aquello que nos es dado en términos de conveniencia. En el mencionado Volumen sin tamaño, título que evidencia la puesta en escena del vacío, el repaso a ideas como la transvaloración, el nihilismo y la ininteligibilidad e insolubilidad de los problemas centrales del individuo, lo que nos sitúa en un marco nietzscheano magistralmente sintetizado en “Ocaso de los dioses menores”. El alegato –rematado en ácida ironía- contra la hipocresía de la clase media de “Aportación de Walt Disney a la especie”; las prospecciones en el vacío ocasionado por la pérdida y la pasividad con la que se afronta el futuro que, ulteriormente, en un final heideggeriano, nos conduce al único modo de autenticidad y de individualización posible: la muerte, en la que demostrar que al menos podemos  dar un sentido a algo  (Y luego morir con dignidad, / al menos / hacer bien nuestro trabajo).

   Desde este punto, y hasta alcanzar la tercera y definitiva parte del libro, Virallonga nos conduce en un viaje urbano y cosmopolita –como acostumbra a ser a menudo su poesía- a un Nueva York ocasional y anecdótico que da pie a algunas reflexiones históricas y a nuevos análisis de la sociedad y el hombre contemporáneos, a la introducción del elemento pop, propio también de sus modos estilísticos y rítmicos, y a la advertencia -¿de qué alto el fuego me estáis hablando? - de que no hay engaño posible, por más que desde el poder se pretenda disfrazar la realidad de los hechos, en un vuelco radical hacia la vertiente más social y reivindicativa de la poesía.

   Como broche de oro, la tercera parte que, con el título “De mujeres y mujeres otras”, proporciona el marco a un último y maratoniano poema (“Ensayo de conversación con mi hija fregando los platos”), en el que el autor hace gala de una especial sensibilidad y penetración en la comprensión del universo femenino, en un repaso exhaustivo a los múltiples factores que han convertido a las mujeres en el más amplio grupo social de los seres oprimidos: el devenir histórico, la educación recibida, la alienación consumista y, sobre todo, el apego del sexo masculino a su papel preponderante y su negativa a asumir la igualdad entre sexos y el respeto por la mujer como fin en sí misma, empleando la naturalidad discursiva de un impás cotidiano. El final del poema recupera, como dando un cierre definitivo a todo lo expuesto, un cierto grado de esperanza contenida, o lo que el propio Virallonga llamaría escepticismo positivo, al expresar el personaje-poeta un último y lícito deseo, que sitúa el extenso tercer acto en relación con las dos primeras partes:  ...que no sea tanto todo lo mismo, / que cambie la fecha y que entonces / las cosas prescriban lentamente sin lamentos, / que el ser sea y no parezca indicar, / que termine de una vez lo interminable, / que nazca otra vida del ocaso de los dioses.   





                                                                             J. A.  Arcediano / 2004



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LA VOZ DEL POETA CABREADO

Ferran Anell. Contra els poetes
Edición bilingüe. Traducción de Andreu González
L’Esguard Edicions. Sta. Coloma de Gramenet. 2003

amic@rt, mayo de 2004



    




     A menudo la poesía y los poetas se convierten en tema central de la reflexión versificada. Obviando valoraciones acerca de la conveniencia o no de determinados planteamientos meta-poéticos, parece necesario pensar el objeto en sí mismo, interrogarse acerca del uso del lenguaje poético, de las condiciones de posibilidad de la poesía y de las intenciones del creador. Con frecuencia la poesía que habla de poesía y de los poetas presenta elevadas dosis de intelectualismo, o acaba diluyéndose en ideas anodinas o en una pedantería al servicio del ingeniosismo del autor, que persigue más que una intención clarificadora, acuñar un buen número de versos o frases susceptibles de ser citadas canónicamente en los medios oficiales de discusión o debate. Nada más lejos del planteamiento de Ferran Anell, quien, más que enfrentarse a un intento elucubrativo de descubrir aquello que hay detrás y/o más allá del poema, parece proponerse evidenciar el grado de impostura en el que se desenvuelve la poesía de sus contemporáneos, el corporativismo que preside la actividad poética, la falta de autenticidad de su lenguaje y el profundo desconocimiento de la realidad que demuestran.

     Huyendo del procedimiento de la investigación y limitándose –que no es poco- a la constatación, nos encontramos con un libro cargado de exabruptos a ritmo de película de Tarantino, en el que se nos muestra un personaje-poeta que se sitúa en todo momento contra corriente, tanto desde el punto de vista del creador poético como del individuo común y corriente, enfrentados a una sociedad de sillón blando, de tibieza y de mediocridad, puntos de partida del enfado que proporciona el tono y el argumento del libro.

     De este modo, nos encontramos con la idea de la poesía como hecho insuficiente. La poesía no es la vida, ni llena la vida: però després / em veig a mi / per sempre pels carrers / parlant amb qualsevol / o corrent per les escales agafant / el telèfon o / pel supermercat amb un carro  / i la vida torna a omplir-se, escribe Ferran Anell en el poema que da título al libro, para apostillar en el poema siguiente –“amic meu”- con la idea del poeta como desconocedor: tot això t’ho dic amic miserable / amb odi i sanitat perquè aprenguis i sàpigues / sàpigues bé què et pots trobar dintre d’un home.   

     De la constatación de la impostura, la inautenticidad y el corporativismo, a la sensación de soledad, de exilio, de habitar las afueras del territorio poético, va sólo un paso, y ese paso lo da Anell con todas sus consecuencias, pero eso no mitiga en absoluto la rabia y el enfado gráficamente expresados en una continua identificación a nivel psico-somático de los malestares de ese hombre-poeta contemporáneo utilizado por el autor como personaje (el malestar com un / cargol amunt i avall / pel teu esòfag) escribe en “posem que un dia”.

     Dentro del tono general de enfado y rabia, y del comportamiento de enfant terrible y outsider que se enfrenta a los usos y costumbres de una sociedad que todos, en mayor o menor medida, contribuimos a crear y sostener, el ‘yo’ poético de Anell practica abiertamente el repudio del sentimentalismo (per això dic / que el sentimentalisme / és una malaltia /  seborreica  / que et surt en / cansar-te massa i / baixar la guàrdia. –“mujeres”-) del odio y la misantropía (si penso en la gent / el primer  que se’m ve  / al cap és la / paraula metralleta. –“és bonic tenir algú”-)  todo ello más que probable efecto de la árida soledad y la tristeza del que no procede según los convencionalismos, evita los cenáculos poéticos y lucha contra la costumbre convertida en lamentable rutina, lo que le sitúa en el alejamiento más radical, en el exilio.

     A pesar de todo hay, en la voz de ese personaje-poeta que no hallaría sitio ni en el infierno,  porque incomodaría al mismísimo Satanás, un rasgo importantísimo, una actitud positiva en el permanente conflicto en que se desenvuelve: la de no bajar los brazos, la de apretar los puños y pelear.

     En esa especie de intención meta-poética expresada en términos de mala leche, hallamos la voz de un poeta crítico, crudo, irreverente, políticamente incorrecto, anticorporativista, cabreado, rabioso, canalla y gamberro. Es decir, sencillamente maravilloso.

     Aplaudimos la idea de la edición bilingüe como un modo de extender las posibilidades de difusión de una excelente colección de poemas más allá del dominio lingüístico de la lengua catalana, sin renunciar al conocimiento del original, y felicitamos a Andrés González, traductor del poemario, por su excelente labor en el tratamiento poético de los versos de Ferran Anell, su fidelidad, su búsqueda de consenso con el autor y su respeto a la libertad del lector como potencial traductor en su particular y personal lectura de la obra.




                                                                         J. A. Arcediano / mayo 04




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