Para los que le conocen, para los que no le conocen, para los amantes de la buena poesía, para los despistados que leen versos por primera vez, para los de la experiencia, para los silenciosos, para los esencialistas, para los clásicos, para los innovadores, para los eclécticos, para los desesperados, para los ilusionados, para los escépticos, para los ingenuos, para los despiertos, para los aburridos, para los que le conocen (joder, que me repito!). Para todos, sí, per tutti, como la buena tónica (con sus gotas de gin, claro, o sin ellas también). No sé si la crítica se atreverá a pasarlo por alto (cosas peores hemos visto), no sé si los buenos catadores llegarán a degustarlo, pero este libro destila el mejor caldo de cultivo para las sensibilidades avisadas. Rello tuvo a bien invitarme a participar en la fiesta poética de su Libro de cuentos, y así nació este prólogo que os transcribo y que ojalá os anime a buscar el libro y empaparos con su magnífico universo poético. Os dejo también un par de poemas pertenecientes al libro, para que tengáis un tast de esta maravillosa obra.
PARA QUE EL TIEMPO NO ABATA EL RECUERDO
Borges escribió alguna vez que hablar abstractamente de poesía es una forma del tedio o de la haraganería. El gran escritor argentino no albergaba duda alguna respecto a que la poesía es el encuentro del lector con el libro, el descubrimiento del libro. Pese a ello, y a pesar también de mis reservas acerca de la utilidad de este tipo de textos a los que llamamos prólogos, me propongo situar algunas palabras entre lector y poemas, con la esperanza de que despierten alguna suerte de curiosidad en el primero, que le incite a la lectura de los segundos, prescindiendo, si ello fuera necesario, de las elucubraciones y desatinos del llamado prologuista.
Mateo Rello es un poeta experimentado, a pesar de haber dado a los lectores, hasta la fecha, un único libro de poemas, titulado Orilla sur, publicado por Ediciones del Grupo León Felipe en 2003. Experimentado porque su relación con la poesía es continua y constante, además de saludable: a través de la lectura de clásicos, modernos y contemporáneos; por medio de la edición, desde la dirección de Caravansari, revista de poesía en lenguas peninsulares; a través del cultivo de la atmósfera, mediante su participación en multitud de recitales y encuentros poéticos; y a través –por supuesto- de la escritura, ejercicio en el que no ha cesado a lo largo de los últimos años. Esta confluencia de facetas ha ido trazando poco a poco un camino y una distancia respecto a su creación anterior. Orilla sur es un libro excelente al que apenas podríamos dirigir reproche alguno, pero el poeta Mateo Rello ha avanzado poéticamente hacia territorios más conmovedores, más sorprendentes, más líricos, más ricos en su grado de sugerencia, más hermosos y más interesantes para el lector.
Libro de cuentos constituye una apuesta valiente de su autor, en un panorama poético que parece dirigir su mirada mayoritariamente en otras direcciones estéticas. No hay casi nada en esta obra de las tendencias realistas más recalcitrantes, ni de los alardes conceptuales más “hondos”, ni de la reconcentración y el mutismo de otras poéticas más –por decirlo de algún modo- herméticas. Libro de cuentos sigue su propio camino, el camino trazado por su autor con mano firme y sin la necesidad de verse auspiciado o respaldado por el calor de credo poético alguno.
Aún así, nada de lo que airea Rello en sus cuentos desdice a sus ancestros poéticos; nada, por contra, le vincula a ellos trivialmente, sino de una forma meditada, interiorizada, aprehendida. El nexo no visible inmediatamente con Pessoa es ese gusto (o esa necesidad) de multiplicar su voz y modular con ella tonalidades insospechadas para cualquier poeta, amén del pesar por tener que vivir la decadencia de los siglos posteriores al desencanto del alma. Esta última noción la comparte también, posiblemente, con Baudelaire, otro de los visionarios con respecto a las consecuencias de la utilización poco escrupulosa de los ideales de la Ilustración a la hora de sentar las bases y afianzar el desarrollo de una sociedad industrial tecnificada. El intuíble nexo con Gil de Biedma, otro adicto a las ciudades que poseen –todas- algo de la Barcelona de ambos. O ese Horacio, para mayor abundamiento, del que bien pudiera haber adquirido nuestro poeta su tendencia a la gracilidad del verbo y a la pausada, cadenciosa música, y de quien bien pudiera también haber tomado esa capacidad de orfebre para ir recreando pacientemente su bordadura sobre la plateada y deslumbrante superficie del papel, siguiendo la máxima del gran poeta latino: censurad el poema que no han corregido muchos días y muchas tachaduras no han pulido diez veces hasta poder desafiar a la uña mejor cortada.
Ese camino, al que no me atrevo a adjudicar un apelativo, en este su Libro de cuentos dirige la mirada a dos ejes fundamentales que atraviesan la obra de extremo a extremo: la historia y la ciudad. Ambas construcciones del hombre ligadas estrechamente entre sí y a la vez marco ideológico y social (político), respectivamente, que condicionan el devenir del ser humano, del individuo, en su trayectoria vital.
Pero la mirada histórica de Mateo Rello tiene una peculiaridad, no es una mirada meramente retrospectiva, un volver la vista atrás con la pretensión de dotar de coherencia al relato o relatos de los hechos, sino que se resuelve introspectiva, convirtiendo la historia en un acontecer íntimo, de tal modo que, a la idea de construcción, de acumulación de estructuras sobre los hechos concretos, suma la de un devenir sentimental o emocional, contribuyendo a elaborar una comprensión diferente del relato histórico, deudora, en gran medida, de lo popular y, sobre todo, de lo mítico, lo que trae a nuestro recuerdo las palabras de Steiner, quien afirma que la mitología es algo más que historia hecha recuerdo; pues el mitólogo –el poeta- es el historiador de lo inconsciente. En esto último estriba uno de los grandes logros de este Libro de cuentos, en la indagación a lo largo de las zonas más neblinosas y opacas del inconsciente, tratando –siempre con éxito- de rescatar para la conciencia el valor incalculable de sus impresiones, sensaciones y emociones. Así, Rello crea un personaje quie atraviesa los siglos y que mira con los ojos, pero también con el corazón, con la luz del espíritu (perdón por la grandilocuencia del tópico) a personajes como Caín, Solón, Herodoto, Homero u Horacio, alcanzando un extraordinario grado de empatía con cada uno de ellos y con su esfuerzo, en palabras del propio Herodoto, por que el tiempo no abata el recuerdo de las acciones de los hombres (palabras a las que Rello otorga una forma más poética y más concisa, a saber, para que no se pierda lo ocurrido entre los hombres, poniendo el dedo en la llaga, es decir, en la sensación de pérdida que embarga, a lo largo de todo el poemario, a su “yo” poético). Personalmente, creo que nuestro poeta prefiere a Herodoto antes que, por ejemplo, a Tucídides, además de por ser aquél el “padre de la historiografía”, por sentirlo más próximo a su idea romántica, si se me permite la expresión, de la historia, y más maleable a su concepción de ésta como cuentos que se transmiten de generación en generación. Tucídides, decididamente, no le sirve, por ser más presuntamente riguroso con las fuentes y por haber sustituído facticidad por causalidad.
Por lo demás, personajes como Homero (el múltiple, / el hipotético, en los versos de nuestro autor) son traídos tal vez a Libro de cuentos con la intención de mostrar que la poesía es anterior a la historia y que durante largos siglos se ha erigido en el principal vehículo de ésta, aunque algunos críticos y poetas de nuestra más estricta contemporaneidad consideren (tal vez con algo de razón) que en nuestro tiempo una poesía entregada al relato de los hechos sea abiertamente reaccionaria.
Hay un hecho que Rello, en su ejercicio encaminado a hacer consciente lo inconsciente que se agolpa en el “yo” que mira hacia adentro al mismo tiempo que mira hacia atrás, no soslaya: a veces la historia se compone también de ocultamientos y de omisiones, ya sean éstas accidentales o deliberadas. Esos ocultamientos, como en el caso de Herculano (hoy Ercolano) -sepultada bajo las cenizas y la lava del Vesubio- acaban convirtiéndose, en ocasiones, en el mejor modo de preservar el conocimiento del pasado.
Pero la mirada atrás, que es simultáneamente mirada al interior, practicada por nuestro poeta tiene todavía una connotación más, un componente que podría calificarse de nostálgico y que conduce a su personaje poético hacia una especie de hedonismo vinculado a la otredad, y que enlaza directamente la historia colectiva con la personal. El “yo” poético intenta evocar el continente hundido de la infancia, una Atlántida que, pese a los esfuerzos del personaje, no puede ser rescatada ni tan solo mediante ese ejercicio de evocación, lo que obliga a profesar un cierto optimismo individual que hallaría algo parecido a una correspondencia con las teorías que señalan la existencia de una reiteración cíclica en los acontecimientos históricos. De ese modo, la historia (la personal, la colectiva) sería algo así como un volver a empezar, con el entusiasmo del que afronta la empresa más fascinante. En lo individual, ese volver a empezar necesitaría apoyarse en la idea del juego (de ahí la importancia de fijar la mirada en la infancia) como principal aliciente para vivir una existencia plena. La fantasía, la magia, lo lúdico como ingredientes imprescindibles a la hora de colmar ese hedonismo vinculado a la otredad, que puede ser satisfecho, por ejemplo, mediante el juego amoroso.
Para cerrar estas breves reflexiones acerca del tratamiento de la historia que observo (y que entiendo son discutibles) en Libro de cuentos, creo que todo lo anteriormente dicho puede verse contenido en una sola idea: si la tradición poética, cuando se ha remitido a la historia, ha adoptado habitualmente maneras épicas, Mateo Rello, con habilidad y dominio de las ideas y los tempos, sitúa su personaje entre la épica de la acción y la lírica del pensamiento. La historia, o más bien las historias, necesitan un espacio en el que ser recreadas (al margen del lugar, el topos en el que –o sobre el que- acontecer, del que nos ocuparemos enseguida). La manera de abarcar todos los relatos y todos los escenarios es la interiorización, la espiritualización de la narración histórica, como materia que ha conformado el carácter de los hombres y mujeres y, por lo tanto, de los poetas; y eso requiere una puesta en escena eminentemente lírica, tal el modo en que aborda Rello la cuestión.
Referirse al topos, al lugar geográfico, al escenario físico donde acontece la existencia es , obligatoriamente, hablar de la ciudad. La ciudad, igual que señalábamos anteriormente con la poesía, existe con anterioridad a la historia. El génesis da cuenta de ello, y esta circunstancia no la pasa por alto el poeta, que sitúa en Caín y en su descendencia el punto de partida del hombre como animal político, siguiendo este hito de la tradición judeo-cristiana:
Salido, pues, Caín de la presencia del Señor, prófugo en la tierra, habitó en el país que está al oriente del Edén.
Y conoció Caín a su mujer, la cual concibió y parió a Henoc: y edificó una ciudad que llamó Henoc, del nombre de su hijo.
Pero la ciudad, creada por el desterrado, produce a su vez nuevos desterrados, surgiendo así, en el mismo momento del nacimiento, la dialéctica entre arraigo y desarraigo, tan propia de la existencia del ser humano a lo largo de siglos y milenios. Lo fundamental de esta idea es, no obstante, que el desterrado del paraíso busca el modo de construir artificiosamente un nuevo edén en el cual, a semejanza del originario, poder resolver satisfactoriamente todas sus carencias y recuperar la seguridad y la felicidad perdidas.
La ciudad es el punto donde cobran su máximo vigor los anhelos de hombres y mujeres, y donde esos anhelos se ven defraudados. Donde el individuo alcanza a intuir su identidad y donde comprueba tristemente que la ha perdido. Donde es capaz de sentirse en casa para después comprobar que no es sino un extranjero más. Ese topos le ofrece, en términos geográficos, físicos, lo que su devenir existencial en términos espirituales: las sensaciones más gratificantes y las más nauseabundas, la expectativa mayor y la más grande caída. La ciudad, las ciudades del pasado conservan, a los ojos intro-retrospectivos del poeta, su esplendor, su aroma, su magia. Sin embargo, la ciudad contemporánea, aunque retiene ocasionalmente algunas reminiscencias de lo anterior, acumula un peso difícilmente soportable, el peso de una decadencia irrefrenable, que se descarga sobre los hombros frágiles del individuo, ya agotado anímicamente por los efectos de la racionalización a ultranza impuesta, como indicábamos al principio de esta introducción, por la deficiente o tendenciosa comprensión y desarrollo de los valores de la Ilustración. La razón instrumental, engendro deforme de aquélla, al que se enfrentaron Adorno, Horckheimer, Benjamin y otros miembros de la Escuela de Francfort (en filosofía) o Baudelaire, por ejemplo, en poesía, ha arrasado con gran parte del talante amable y acogedor de la ciudad. Pero cabe decir que el “yo” poético que Rello pone en juego a lo largo de los versos de Libro de cuentos, intuye o presiente ya en la ciudad del pasado las manifestaciones de un modo previo de destrucción: la paulatina degradación y descomposición moral y espiritual a la que poco antes hacíamos referencia. Aquellas ciudades ya han iniciado un recorrido involucionista que deja tras de sí un rastro de luces y de sombras. En sus sombras podemos palpar las señas más evidentes de la corrupción de un modo de vida; en sus luces, la nostalgia –anticipada o real- de lo que empieza a manifestarse ya , o está, de facto, irremisiblemente perdido, y que se halla en la propia esencia de la ciudad: también, ciudades, vuestra identidad / (...) comprende vuestro fin: la destrucción.
La ciudad que retrata Rello poco tiene de casual o de fortuíta. Responde, más bien, al talante y al temperamento de los hombres y mujeres que la habitan. Ninguna forma vuestra es gratuíta, escribe. Todo en la ciudad responde, primeramente, a la ensoñación del ser humano, y finalmente a su incapacidad para recrearla tal y como la soñó. De la ensoñación es responsable, en cierta medida, la literatura: Sé que sin Piranesi y sin Calvino, / sin Lovecraft y sin Dunsany, sin Poe / no hubierais sido como os soñé. La ciudad de Rello, además, casi siempre tiene un puerto, una apertura al mar, que se me antoja una vía de escape, una salida a la inmensidad, al impresionante espacio abierto en el que poder llenar los pulmones de un aire no viciado, en el que experimentar la soledad necesaria a toda criatura, o a través del cual emprender la huída, después de haber transgredido los límites encorsetados del engendro urbano.
Entre toda esta amalgama de ideas (bien estructurada en los versos, mal relacionada aquí), el poeta tiene tiempo y ganas de rendir su particular tributo a algunos de sus autores de cabecera o a aquellos cuya obra y/o biografía despiertan en él más simpatías, homenajeando, por hacer alguna mención, a la literatura fantástica (Dunsany), de terror o suspense (Poe), de viajes (Conrad), de aventuras (Stevenson), e incluso desplegar una encantadora capacidad de fabulación en lo tocante a sus aportaciones pseudobiográficas en alguno de los personajes aludidos.
Me queda casi nada por decir. Celebrar la recuperación y el regreso a escena de dos de los heterónimos del autor, Fernando Silva y Liberto Acina, ambos con su peculiar registro creativo y su particular modo de arder en el fuego de la historia, en la imparable hoguera del tiempo, y que dan cobertura poética a algunas de las inquietudes ideológicas de Rello. Y celebrar también los apócrifos de Delia Galilea, que nos conducen a un final exquisito y apoteósico en el que la existencia es afirmada categóricamente como tránsito, no existiendo el refugio definitivo, sino solamente la nostalgia de aquéllos que lo fueron momentáneamente y nos brindaron su protección, su abrigo, su aroma de hogar imposible:
Tener
esperándonos, ningún hogar.
Ni entre las llamas,
más atrás,
ni en los incendios de mañana.
J. A. Arcediano
SVH, febrero de 2009
POEMAS DE
LIBRO DE CUENTOS El desterrado se detiene,
―mirada adentro, el incendio le persigue―,
araña el suelo y en las yemas
de los dedos siente
agitarse las chozas y rebaños,
las torres y palacios,
las calles populosas,
siente los siglos y las revoluciones,
el arrojo, la infamia, la venganza ―pero no la pureza―,
las canciones y cuentos de las generaciones...
[Mira: es Caín]
Es el ocaso. Arden,
en torno de la nave,
el oro y el carmín
de tantas islas.
Tú y yo nos aquietamos;
la hora nos encuentra en un silencio
suntuoso y espeso. Callamos
y te cojo de la mano.
Delante nuestro,
el inconmensurable ciego
que murmura mientras mueve los dedos.
Te digo: “Largas y breves, está contando
las sílabas de un verso”.
Su misterio es antiguo,
de una tierra entre ríos, de donde vino el canto.
Orlado por la luz, desdibujado en sus contornos,
se diluye en un ámbito inquietante,
él múltiple,
él hipotético,
sombra de sombras que, bastón en mano,
fueron, como irán, de pueblo en pueblo
a salmodiar noticia de las cosas,
él múltiple,
él hipotético:
su canción es de todos y él, ninguno.
Le señalo y te susurro:
Es Homero.
[Es Homero]
Menos sensibles que las bestias,
no supimos leer en el Gran Libro
los signos de temblores y calor,
de prolongados y estremecedores
aullidos a las últimas lunas
―todo el desasosiego
de aquel paisaje ubérrimo.
Dormirían largos siglos
las joyas minuciosas, los vivientes frescos,
los procaces grafitos clandestinos
en la opulencia de las calles.
Y los cuerpos
en sus nidos
en sus nichos de lava, cuerpos que tocábamos
en el festín de aquellos días.
La suerte bajo forma de navío griego
nos alejó en la hora precisa
―entre blasfemias y una cósmica
sensación de desamparo―,
cumplida la sentencia de aquel mundo.
Hoy hemos vuelto a ver,
en el Archeologico de Nápoles,
la gran llave de hierro que guardaba la casa
donde bebimos y gozamos a la sombra del amigo
en los últimos, luminosos días
de Herculano.
[Huyendo de Herculano]