El lirismo delirante de Gustavo Vega
Luis Artigue
El Edificio Fierro, detrás del Teatro Emperador, es el momento en el que uno sale como sin querer de la luz prestigiosa de las calles céntricas y traspasa esa línea invisible tras la que empieza lo anexo, lo urbano de otro modo, lo demasiado real. Y todo tiene cierta luz solitaria hecha de brillos de primavera antigua y perspectivas alargadas por la soledad. Pero, en ese edificio gris y triste como el pañuelo de una muerta, hay ciertas escaleras anchas, percheronas, que llevan a una sala de exposiciones que últimamente no deja de sorprendernos.
Deténganse. Pongan una mano ante su propio rostro para que haya un poco de sombra en sus ojos. Es el brillo de lo nuevo. La poesía visual, un compendio de palabra, imagen, fotografía, pintura, escultura y noches de amor loco con cuerdas, viene a hablarnos hermosamente de esta época nuestra tan ecléctica, sincrética y multicultural, y por eso elabora ante nuestros ojos un discurso avanzado y profundo que responde a las exigencias intelectuales y estéticas de la contemporaneidad.
O dicho de otro modo: la poesía visual es un loco mestizo que sentado en el filo de una acera mira a la luna mientras toca el bongó. Sí, de hecho la poesía visual es un pastiche, una paella estética, un modo de hacernos saber que toda la materia puede ser material –material creativo, claro-, sí, todo es poético, eso es, eso, esto: la técnica mixta como propuesta vital. Miren, la poesía visual es un modo que ha encontrado el ser humano de decir que la pureza ya no es un valor, que lo sublime es la mezcla, que ha quedado atrás lo único, que dentro de nosotros hay muchos yos, y por eso todos somos legión.
Así la poesía visual, ese ruido que los sabios llaman música, eso raro y hermoso que nosotros no podemos entender ni olvidar, se ha adueñado ahora del Edificio Fierro hasta convertirlo en una metáfora de todo y de nada, del pasado y del futuro, de la modernidad y el clasicismo; una extraña metáfora de lo que somos y lo que queremos ser.
Hay pues en ese edificio una sucesión de momentos de lirismo delirante: son cuadros con menos colores que palabras, esculturas postsurrealistas que explican y confunden como pesadillas, fotocomposiciones, poemas visuales, interconexiones, iluminaciones compartidas, obras en las que la palabra no convive con la imagen, como era de esperar en una exposición así, sino que la palabra es imagen, claro, pues su valor, más que lingüístico, es fundamentalmente plástico. Son metáforas enmarcadas. Cada pieza, mera parte del todo, constituye un punto de partida para la meditación, como los koan del zen.
Esculturas esquizofrénicas. Ese momento en el que la imaginación, que pudo ser locura, más bien se convierte en arte siguiendo los pasos pioneros de El Bosco, y las huellas imposibles de los surrealistas, y las pisadas esenciales de Paul Celan y José Ángel Valente… Son poemas espaciales… Iluminaciones compartidas… Interconexiones opiáceas... Fotocomposiciones... Pintura... Poesía... Música… La creatividad humana es una y políglota. Oh, acostumbrado uno al papel cebolla del cielo de León, entra de pronto en esta exposición y cree renovarse al ponerse en contacto con algo tan frágil, inteligente, complicado y magnético que debe de ser la libertad misma.
Es cierto, hay gente fascinante en este mundo nuestro -casi ángeles infiltrados- cuya curiosa alma se refleja en lo creado. Gente que deslumbra, se aproxima y pasa como los faros de un Ford Fiesta en la noche oscura de estos tiempos…
Antes de que se vaya, les recomiendo la exposición de Gustavo Vega.
Diario de León. Sección El Aullido.
Sábado 5 de abril de 2008