A cada hora del día yo veía el tatuaje
en su pecho sedoso: una mujer rojiza
hincada, como en un prado, en el pelo. Debajo
a ratos brama un tumulto, que turba a la mujer.
El día pasaba entre maldiciones y silencios.
Si la mujer no fuera un tatuaje, si viviera,
aferrada a ese pecho velludo, este hombre
mugiría más fuerte en la pequeña celda.
Con los ojos abiertos, tendido en la cama, callaba.
Un respirar profundo de mar ascendía
desde su cuerpo de grandes huesos sólidos: tendido
como en una cubierta. Pesaba sobre el lecho
como el que ha despertado y podría saltar.
Y su cuerpo, salado de espuma, chorreaba
una transpiración solar. En la pequeña celda
no cabía la amplitud de una mirada suya.
Si uno contemplaba sus manos, pensaba an la mujer.