Cavalo Morto es un lugar que existe en un poema de Ledo
Ivo.
Esto lo supe por Juan Carlos Mestre hace algunos años. Antes de eso nunca había
oído hablar ni de Cavalo Morto ni de Ledo Ivo. Ledo Ivo es un hombre viejo que vive en Brasil y sale en las antologías
con cara de loco, decía Mestre, y esto ya fue el colmo del asunto. Ese día
no pudo ser, pero al día siguiente me lancé a la búsqueda de cualquier rastro
escrito que pudiera hallar de Ledo Ivo, y la suerte estuvo de mi parte, porque
encontré “La moneda perdida”, un
volumen editado por Olifante en 1989, con traducciones de Amador Palacios, y
que incluía una inquietante fotografía del hombre
viejo que vive en Brasil y sale en las antologías con cara de loco, y pude
comprobar que, efectivamente, aquel rostro parecía el de un hombre viejo y
enajenado. Después, leyendo el libro, pensé que la locura bien podían haberla
causado los murciélagos, y pensé que me gustaría escribir un poema sobre Ledo
Ivo, la locura, los murciélagos, Cavalo Morto, Juan Carlos Mestre o lo que
fuese, pero no lo escribí (estaba cansado y no se me ocurría nada que valiese
la pena). Poco tiempo después murió mi padre, y un poco más adelante vi una
foto de Juan Gelman y reconocí los ojos de mi padre, la nariz de mi padre, las
orejas, los pómulos, la boca, el bigote de mi padre. Y ahí sí (cosa extraña,
porque volvía a estar cansado) escribí un poema y me guardé la foto en el
ordenador:
…Verdor felino lluvia
o
sangre, sea cual sea la distancia,
gato
tierno y salvaje, lince bueno…
Y ya mucho después, amaneciendo
El 22 de agosto del año 2013,
llegaron
a mi casa los murciélagos…
(Como si se tratara de una epifanía).
Finalmente, hace un par de días,
fui a hacerme unas fotos, para renovar el deneí, y ahí vino la sorpresa: me
sacaron con los ojos de loco del viejo Ledo Ivo (bueno, con los míos, pero
recordaban a los suyos). Y pensé: pero si yo soy hijo de Juan Gelman, y recordé
que el viejo loco Ledo Ivo decía que los murciélagos son ciegos como nosotros, y cobró sentido la mirada del viejo enajenado
que llevaré los próximos diez años en mi absurdo carnet de identidad de un país
que tal vez no sea el mío. Pero ahora ya sé que es la ceguera y que he vivido
casi cincuenta años con los ojos muy abiertos de estupor pero sin ver apenas
nada. Saqué una fotografía antigua, en blanco y negro, de un padre que sostiene
en brazos a su hijo, mi padre con su hijo, el hijo que aún no tenía cara de
loco, y me dio por escribir:
Ciegos como nosotros,
salvando las distancias,
guardándonos
de nadie,
resolviendo
gotera tras gotera.
Ciegos
como los otros,
agua
vieja y ceguera
y
apenas un recuerdo.
Yo
sé que tuve un padre,
lo
sé porque lo veo
allí, junto a mi madre,
en
las fotografías,
porque
sostiene a un niño entre sus brazos
que
dicen que soy yo.
Dos
extraños ahora,
entonces
separados
por
un enorme abismo
de
treinta y cinco años.
Dos
extraños entonces, porque apenas
uno
de ellos (yo)
acababa
de entrar en esta escena
sin
grandes aspavientos,
con
un mínimo llanto.
Extraños,
pero estaba
seguro
en esos brazos,
seguro
como nunca he vuelto a estar.
Y
él, ufano, orgulloso,
feliz
(eso parece),
joven,
indestructible…
carne
de cementerio.
Yo,
carne de su carne,
la
sangre de su sangre, que algún día
será
carne, también, de cementerio,
como
si nada hubiera sucedido,
como
si abrir los ojos
significara
el fin de la película,
de
una historia sin héroes,
con
argumento triste y un guión de tercera,
y
apenas un segundo
para
recomponer aquella imagen
tierna
y vulgar a fuerza de repetirse tanto:
padre
muerto sostiene entre sus brazos
al
hijo que envejece en la penumbra.
SVH, 24.10.13